El estrés es habitual en nuestras vidas. Lo que distingue y caracteriza la vida y al ser vivo es la facultad de adaptación al cambio. Cualquier cambio al que debamos adaptarnos representa estrés, ya se trate de acontecimientos negativos como un despido laboral, enfermedad, ruptura amorosa, muerte de un ser querido, o positivos y deseables como casarse e iniciar la convivencia, nuevas responsabilidades en el trabajo ligadas a un ascenso. Nuestras experiencias estresoras provienen de tres fuentes básicas:
La intensidad y naturaleza de esas experiencias estresoras depende de factores individuales tales como reactividad personal, vulnerabilidad, características de personalidad y contextuales; apoyos sociales y materiales. Cuando la respuesta frente a las demandas del medio interno o externo, son adecuadas, y asumibles fisiológicamente para el organismo, se habla de buen estrés, necesario para el funcionamiento del organismo y su adaptación al medio. Si las demandas del medio son excesivas, intensas y/o prolongadas, y superan la capacidad de resistencia y de adaptación del organismo, hablamos de mal estrés, que, si es prolongado, genera disfunciones en nuestros órganos, favorece la aparición de las llamadas enfermedades de adaptación o psicosomáticas, y puede precipitar la aparición de otras.